sábado, 15 de enero de 2011

TONANTZIN: CORONADA EN EL TLALOCAN

Por Manuel González Calvan
Tonantzintla es un monumento a la ternura. Ternura que arranca desde la raíz indígena de su nombre, Tonantzin —nuestra madrecita— y tlan locativo, Tonantzintla es pues "el lugar de nuestra madrecita".
Desde la época prehispánica se veneraba ahí a la diosa madre. Evan­gelizada la tierra, después de la Conquista, el culto a la Virgen María parece, más que suplantación, la continuidad lógico-cristiana de una prefiguración.
El santuario mariano manifiesta, artísticamente, la estrecha liga entre la población y el culto a la "madrecita", creándose un monumento único en el panorama del arte popular nacional.
La confianza en los favores de la Virgen y el tierno deseo de que Ella se encuentre contenta, ha llevado a varías generaciones a poner sus cuidados en la decoración y enriquecimiento del templo, vertiendo en él todo lo que su imaginación desea y no puede poseer en lo particular. Es la versión popular, llena de libertad expresiva, en que el indígena replica al arte culto de la vecina capilla poblana del Rosario, pero con formas de mayor libertad y un colorido tan rico que recuerda el de los juguetes de feria.
Como producto de religiosidad popular, Tonantzintla no es la obra de un solo mecenas o autor, ni siquiera de una época determinada, sino la aportación continua de la devoción de los fieles que parte del siglo xvii para apenas irse concluyendo en nuestros días.
Comenzó por ser una pequeña construcción de una sola nave con cúpula y torre, a la que posteriormente, en el siglo xvín, se añadieron los cruceros, ampliándose finalmente la nave hacia el frente y desapa­reciendo la primitiva fachada al hacerse la actual. La bóveda que cubre el coro apenas fue cenada en junio de 1897.
La deslumbrante decoración interior se realizó, en su mayor parte, durante el siglo xviii, cuando la comunidad indígena se sintió con suficientes arrestos para emular la maravillosa decoración criolla de la Capilla del Rosario en la cercana ciudad de Puebla, obra que, al ser concluida en 1690, había pasmado a la región. No bastó ni satisfizo al gusto del pueblo la adquisición de retablos salomónicos y churrigue­rescos para su iglesia; era necesario cubrir todos los planos como en el ejemplo de yesería poblana, y si los recursos económicos no permitían traer un alarife o maestro yesero acreditado, pues Tonantzintla era, y es aún, una casi insignificante vicaría, el pueblo, confiado en sí mismo y en el gusto de anónimos diseñadores salidos de él, emprendió la magna tarea de cubrir con ornamentación el interior del templo, sem­brando con amor muros, arcos y bóvedas, que florecieron en un fastuoso, abigarrado e inmarcesible jardín de increíble y atrevida policromía.
El interior de Tonantzintla produce una sugestión mágica, la imagi­nación queda estupefacta y no puede sustraerse, a menos que se cierren los ojos, ante el cosmos plástico, tan agitado y brillante como, a la vez, estático. Subyuga el total recubrimiento.
La pequeña, pero hechizante iglesia, es ponderada como una de las obras maestras del barroco popular mexicano; su decoración exuberante atrae visitas constantes de los gustadores de arte, en tanto que los investigadores pretenden mayormente desentrañar, cada vez más, las causas y el proceso de su creación; entre ellos especialmente la han amado y dado a conocer: el Dr. Atl, Manuel Toussaint, Diego Ángulo, Francisco de la Maza y Pedro Rojas.
El estudio formal e histórico alcanza el grado de casi exhaustivo en el libro monográfico de Pedro Rojas,1 donde sintetiza hallazgos y opi­niones anteriores, da su personal opinión y apunta sugerencias; pero la intención alegórica de aquel mundo de figurillas resulta confusa por su misma abundancia, complicando la interpretación.
Francisco de la Maza intuye en todo esto una reminiscencia del con­cepto indígena del Paraíso cuando nos dice:
Los indios de Chulula debieron sentirse auténticamente maravillados ante la Octava Maravilla como, cada quien a su manera, sucede ahora y sucederá mientras perdura la sensibilidad del espíritu humano. Pero la Capilla del Rosario no era, precisamente, para ellos. ¿Qué les importaba el raudal de estricta y sabia Teología que derrama al observador la Capilla del Rosario? ¿Qué sentido tenía la presencia en ella de La Gracia, concepto de alta teología que aun a gentes cultas se les escapa y olvida?
Hacer suya aquella muestra de arte y devoción fue la tarea que se impusieron. "Traducirla" a su lenguaje; "adaptarla" a su sensibilidad. Y de allí nació, a principios del siglo xvín (no sabemos exactamente cuando) la capilla de Santa Marra Tonantzintla, precisamente con su nombre azteca que quiere decir "nuestra madrecita".
Ahora bien, nosotros nos preguntamos, moviéndonos en el mundo de los supuestos, si se da por hecho que la existencia del decorado de Tonantzintla se debe a un impulso de emulación de la poblana Capilla del Rosario, ¿por qué tan sólo en lo formal se iba a desear una obra equiparable en riqueza, que no copia literal? ¿Y por qué no se habría de buscar también un alma, un simbolismo, o para decirlo con palabras de su tiempo, unos ""jeroglíficos" que le dieran razón, sin que tampoco fueran los mismos del esplendoroso ejemplo y sólo coincidieran en exaltar a la misma gran Señora?
En otro hermoso y profundo párrafo insiste De la Maza en considerar a Tonantzintla una resurrección de la idea paradisiaca indígena, y amplía la idea explicándola históricamente:
Esta visión policromada, sensual, hedonista, del paraíso, se oscureció con la Conquista. El cristianismo habló a los oídos de los indios de un paraíso igual, pero perdido, pasado ya. Otro era el que vendría, pero sin materializarse nada en él, sin trasladar nada de este mundo. Ese paraíso futuro era sólo la beatífica contemplación de Dios, que había que ganarse con el hábito de las nuevas virtudes traídas de Occidente. El indígena tuvo que olvidar las delicias de su Tlalocan.
Pero vino después un tiempo propicio en el que pudieron surgir los escondidos veneros de la antigua imaginación poética y mágica que la Conquista obligó a dormir en el fondo de la subconciencia. Fue en el siglo del Barroco, en el xvm, cuando pudieron aflorar de nuevo los sentimientos y los deseos reprimidos. En esa época, también, el gobierno colonial y el alto clero consideraron al indígena plena­mente convertido e integrado al catolicismo y hubo una libertad que no se había tolerado en el siglo xvi. El indio y el criollo, cada uno por su lado y en su forma, se entregaron de lleno al Barroco, que les permitió externarse, extrovertirse, sobre todo en la plástica, la más alejada de la censura oficial.
Y es entonces cuando surge Tonantzintla bajo el manto de la or­todoxia, pero sin ser la obra teológica que es, por ejemplo, la Ca­pilla del Rosario de Puebla. No es tampoco que sea una iglesia heterodoxa, es sincrética. Es el Tlalocan del siglo xvm. Es el Tlalocan con vestiduras católicas y aun con religiosidad católica, pero teñida de trascendencias y realidades prehispánicas. Es, nuevamente, el paraíso terrenal de flores y frutos. Es el anticipo, en este mundo, del futuro paraíso, colorido y sensual, traslado de este mundo en sus mejores condiciones.
Pedro Rojas, por su lado, también se pregunta si hay una justificación simbólica para tanto fausto decorativo y, aunque no afirma nada cate­góricamente y hasta duda lo pueda haber, sugiere posibles orientaciones de la misma, coincidentes en mucho con lo que nosotros pensamos que representa. Así, nos dice:4
Resta volver los ojos a lo alto y esperar del estucado tapiz que lo cubre, un lenguaje que articule la anhelante veneración a María y la belleza sin la que todo amor y profundidad se disipan.
¿Pura decoración? ¿No lo es en el tambor de la cúpula y sí en las otras partes del templo? Debe notarse que el gran infante del crucero desciende hacia la clave del arco, en donde se modeló una gran corona dirigida hacia el presbiterio, y que de esta manera el Espíritu y el niño casi seguramente quieren decir algo y podrían aludir a que por la gracia y por la encarnación, María es reina entre los ángeles y los hombres.
La distribución de los motivos principales que exornan las bóvedas, también debe tener una intención simbólica. Se forma una cruz con el eje longitudinal que partiendo del presbiterio pasa por el centro de la cúpula donde está el Espíritu Santo, desciende por donde se encuentra el infante desnudo, sigue por la corona de la clave del arco del crucero y se prolonga hasta la clave del siguiente donde hay un anagrama de María. Esta línea tendría una dedicación a la Virgen y al niño. El eje transversal tiene en sus dos extremos al Padre y al Hijo y en el centro al Espíritu Santo de la cúpula. Esta otra línea estarla dedicada a la Trinidad.
La dedicación trinitaria del crucero es inobjetable y, además, Rojas está casi a punto de referirse a lo que creemos representan justamente la cúpula y cruceros, "en donde se modeló una gran corona dirigida hacia el presbiterio", como él mismo lo dice, sin que el célebre niño descendente, que tanto ha intrigado a los investigadores, no pase de ser una más, aunque de mayor tamaño, de las numerosas figuras que, en último caso, sólo se asocia a las otras dos que bajo el arco sostienen la "gran corona" para así aludir, una vez más, a la Trinidad. Y, rnás concretamente, pensamos que este grupo no constituye otra cosa sino la simple réplica que el ignorado maestro de Tonantzintla hace de otra Trinidad infantil, que existe en la Capilla del Rosario poblano y, valga la contradicción, tan descollante como oculta, pues en lo alto y al fondo se representa, nada menos que como remate o culminación del marco que guarda el gran lienzo de la Glorificación de María, con que se recubre el ábside de la capilla. Ahí, en ese distinguido cuanto último rincón, dos niños desnudos sostienen la corona, en tanto otro "des­cendente", de cabeza hacia abajo, simula sostener, o se aterra con las manos, a la orilla del marco, en forma muy similar a como lo hace la figura más agrandada de Tonantzintla, con el arco que separa la nave de la cúpula, con una fórmula y composición plástica tan próxima a la del Rosario, que hace indudable suponer el grupo de Tonantzintla surgido dilectamente de la observación de la capilla poblana.
Considerado todo lo anterior y por el interés que ello mismo provoca, intentamos aquí, en adelante, una interpretación alegórica de Tonant­zintla que se ajuste tanto a la tradición mañana del catolicismo cuanto lógicamente pueda corresponder, en el aspecto iconográfico, al tan, al parecer, errabundo remolino decorativo.
Creemos que la iglesia de Tonantzintla, además de todas las remi­niscencias prehispánicas que indudablemente posee, no por ello deja de tener, dada su finalidad, una marcada estructura simbólica, defini­tivamente católica y ortodoxa, dentro de la dogmática.
Como en la generalidad de las iglesias barrocas las abundantes imá­genes no están colocadas con arbitrariedad, sino informando o confor­mando alguna alegoría cimentada en argumentos teológicos. Adelantando la idea que pretendemos mostrar —si no demostrar— más claramente después, creemos que el símbolo eje de la decoración es, como lo indica la distribución de las figuras, una glorificación de María que tiene como tema iconográfico esencial el de la Coronación de María en los cielos, o Tonantzin Coronada en el Tlalocan, si se prefiere, dado el intenso indigenismo de la obra que ha hecho notar De la Maza, de quien volvernos a recordar otro párrafo:
Todo es color. Todo es flores de grandes pétalos y de frutos abiertos. ¿No es esto la viva realización de los trozos de Sahagún y Torquemada aplicados por don Alfonso Caso al Tlalocan de Teotihuacan? En el siglo xvni pudieron los nahoas de Puebla reconstruir su paraíso como un "traslado de la naturaleza" según frase de un viejo cronista. Cierto que no hay agua, pero ¿no la supone la floración radiante de los elementos de la tierra? Cierto que ya no es Tláloc y los Tlaloques los invocados; son Santa María y los santos, pero que en el fondo no son sino el disfraz, el nahual, de las viejas divinidades prehis-pánicas, no muertas del todo en el melancólico indio de los valles de México que, cuando pudo, recreó su paraíso.
Así pues, si estas flores y frutos entre los que se divierten las almas niñas indígenas, son la versión dieciochesca del paraíso prehispánico, si este edén conserva aquella flora y fauna, su color y hasta su olor de paganismo, sin embargo, ya es un Tlalocan sin Tiáloc; los visios dioses han desaparecido y en su lugar se pasea una señora, a la que sólo con idioma filial nos podemos dirigir: Tonantzin, "nuestra madre-cita". Ella ha recultivado el viejo jardín y aunque resta mucho de lo antiguo, el nuevo riego (llamado católicamente Gracia) lo ha bañado con nueva savia transformándolo en un distinto reino del espíritu.
En Tonantzintla se representa a María glorificada y coronada por la relación que guarda con Cristo; sin Él, Ella no se explica ni justifica; pero en María Cristo encarnó y tomó naturaleza humana; por tanto, es colmada de privilegios.
La nave o cuerpo de la iglesia, como en la Capilla del Rosario de Puebla, alude a la vida terrena en que María se unió a Cristo en la obra redentora; por ello es acertada la presencia, en primer lugar, de Cristo y algunos santos, aunque éstos no siguen un orden claro y lógico con respecto a la simetría y composición formal del templo.
Entrando, a la izquierda, en el coro y sobre la puerta que corresponde sobre el bautisterio, está Cristo representado como el Nazareno de la pasión, cargado con el patíbulo o sección transversal de la cruz, curiosa coincidencia con recientes investigaciones cristológicas que prueban cómo efectivamente así debió ser.
La colocación de esta imagen en el lugar correspondiente al bautisterio es conecta, pues con el Bautismo el hombre se hace cristiano, es el "hombre nuevo" que nace a la vida de la gracia y se convierte en seguidor de Cristo al aceptar y tomar la cruz como el Redentor lo pide.
A la derecha del Nazareno, un San Cristóbal nos recuerda "el que lleva a Cristo" y pone su esfuerzo al servicio de los valores espirituales. San Cristóbal es también símbolo de la evangelización porque lleva a Cristo a través de los obstáculos físicos, ríos o mares, por lo cual se repre­senta enorme, pues gigante debe ser quien realice tal hazaña. Al otro lado del Cristo y haciendo juego con San Cristóbal, un San Francisco representa a las órdenes monásticas, las más aptas para la labor misional, dada su organización. Este San Francisco, colocado en el costado izquierdo de la cruz que forma el espacio interno de la capilla, con la calavera del ascetismo en sus manos y un pie sobre la gran bola azul del mundo, recuerda vivamente las representaciones pictóricas, sobre todo las tan popularizadas que provienen de Murillo, en que el santo con su pie derecho apoyado en el mundo y colocado igualmente al lado izquierdo de la cruz, recibe a Cristo amorosamente y se entrega a Él para ampliar la obra redentora.
Frente a estas figuras, está San Nicolás de Tolentino, solo, y es difícil de asociar como propósito alegórico, aunque no queda por demás, como recuerdo del sacrificio personal que debe acompañar a la vida religiosa. Hay que citar a San Diego de Alcalá y a San Antonio de Padua, los que se encuentran colocados en el centro del peralte que hacen los arcos bajos del crucero, al parecer figuras también sobradas, como las imáge­nes del principio, pero al igual que ellas son un símbolo complementario, ya que nos recuerdan la virtud de ser humildes en la grandeza espiritual, virtud que en la Virgen constituye uno de sus más preciados atributos; además, San Antonio y San Diego son santos franciscanos y no se debe olvidar que esta zona fue mucho tiempo administrada religiosamente por los franciscanos.
Ahora bien, si estas primeras imágenes no siguen un orden sistemáti­co en relación con la composición decorativa, y su significado no tiene un total acuerdo central, y hasta resulta muy dudoso saber si hubo inten­ción alegórica en su presencia y colocación, en cambio, como veremos, las alusiones marianas, tema principal de la obra, siguen una rigurosa secuencia que abarca todo el conjunto, integrándolo en torno a un prin­cipal tema que resulta ser la Coronación de la Virgen en ¡os cielos, y el orden iconográfico es tan lógico que hace suponer un posible programa o, ai menos, un asesor religioso-esporádico, ya que la decoración se efectuó en distintas etapas, las que, pese a ello, resultan congruentes:
Las aplicaciones de estuco son de diversas épocas. La más antigua y al mismo tiempo la mejor concebida y realizada es la que ocupa la bóveda del ábside, todo el crucero y los arcos y pilastres que separan al crucero del resto de la bóveda principal. Son posteriores la de la bóveda y la de los medios puntos en que se apoyan sus tres tramos comprendidos entre el crucero y la fachada, así como los de las alturas de los brazos cortos del crucero. La decoración de todas estas partes debió hacerse progresivamente, tocándole lo último a la parte del coro cuya bóveda se terminaba de cerrar para 1897, según hemos
hecho  notar. El sotocoio que  tiene un estucado de características diferentes, debió ser también de lo último en decorarse.
El hilo simbólico arranca de la bóveda del sotocoio donde, en la clave y al centro, aparece una pequeña escultura estofada que suponemos alude a la Asunción o traslado Angélico de María en cuerpo y alma gloriosos, imagen que sustituye u ocupa el lugar de esta figura de la misma Virgen María, pues entre toda la decoración de yeserías aplicadas por muios y bóvedas, ésta es la única representación que parece no corresponder al sitio en que se encuentra ya que, al parecer, fue aquí colocada tan sólo por el hecho de hacer palpable la presencia de María, pues hasta técnicamente su factura es ajena; no es de estuco, sino una bieve escul­tura exenta tallada en madera y estofada. Lleva en su brazo izquierdo un diminuto Niño Jesús, apenas perceptible a la distancia, además de que toda la figura resulta demasiado pequeña para el área del meda­llón que la enmarca. Creemos, por todo esto, que no siendo original de este sitio, la esculturita se sobrepuso a la bóveda del sotocoio, simple­mente por ser una representación mariana, lo que no invalida la suge­rencia asuncional de la decoración que la rodea, reforzada con la presen­cia de nubes en que se apoya y el cielo estrellado que le sirve de fondo, así como por los numerosos niños-ángeles que le hacen rueda; tenantes del medallón unos, músicos otros y, por sobre todo, la presencia de la paloma del Espíritu Santo que cerca de ella, en la clave del arco toral de la bóveda, es indudable alegoría de la Gracia y el poder divinos por los que María es glorificada y llevada a los cielos; así la que había sido concebida sin pecado y refulgía con el don de la Maternidad Divina, no podía quedar sujeta a la corrupción corporal del sepulcro puesto que fue el "vaso de elección" para la Encarnación de Cristo.
Es de notarse el acierto de colocación alegóiico, ya que si la Virgen fue llevada de la tierra a los cielos, qué mejor alusión a ello que la bóveda del sotocoro; la más cercana a la tierra entre los elementos arqui­tectónicos que cubren la estructura.
En seguida, avanzando hacia el altar, el símbolo continúa en la bóveda mayor, pues en la clave del arco central de la nave dos ángeles llevan el anagrama de María, lo que equivale a transportarla para que, final­mente, la confirmada en gracia sea confirmada en gloria al ser entroni­zada y coronada por la Trinidad misma, que esto, creemos, se representa.
en el crucero y ábside como tema predominante, al qu-e aluden las imá­genes y decoración en su mayor significado y abundancia:T
La última escena del ciclo de la Virgen María es aquella en que su Divino Hijo la recibe y la cotona como reina del Cielo. La Corona­ción de la Virgen había sido presagiada por un episodio de la vida de Salomón, Betsabé, su madre, fue a pedirle un favor. "Pasó, pues, Betsabé a ver al rey Salomón ..., y levantóse el rey a recibirla, y la saludó con profunda reverencia; sentóse después en su trono y pusieron un trono... para la madre del rey, la cual se sentó a su derecha." (I Reyes 2, 19.)
Lo anterior, tal parece, fue perfectamente conocido en el mundo colo­nial, puesto que un pintor "culto" del siglo xvn, como lo fue Juan Correa y nada menos que en la sacristía de la Catedral de México, representó en un gran lienzo esta recepción celestial de María, la que después de su Asunción ya tiene preparado, un trono en la Gloria, su Hijo sale a recibirla mientras el Padre la espera con la corona en sus manos, ante la radiante presencia del Espíritu Santo. De esta manera se funde y relaciona en Tonatzintla, con ciar a y conecta iconografía, la secuencia de la Asunción (la nave), con la Coronación (el crucero y ábside), fórmula nada ajena al arte colonial, sino por el con­trario muy frecuente en la obra de los pintores.
En la clave del arco que divide la nave del crucero, dos ángeles sos­tienen una corona, puesto que la conjunción crucero, cúpula y ábside, configuran la Coronación siguiendo una distribución similar a la de las innumerables representaciones pictóricas del tema. El Padre a la izquierda y el Hijo a la derecha del observador, se encuentran en el centro de la bóveda del crucero, sosteniendo así, sobre María, la esplendorosa cúpula transformada en su corona, cúpula que remata la paloma del Espíritu Santo aludiendo de nuevo a la asistencia divina y a la relación de la Virgen con la Trinidad. Completando el símbolo, el intradós de los arcos torales muestra, como joyas de la diadema mariana, figuras de la Letanía Lauretana: ia Fuente de la Divina Gracia, la Puerta del Cielo, la Palma de Cadez, la Oliva que da el bálsamo, el Espejo de Justicia, el Pozo de Sabiduría, la Casa de Oro, el Huerto Cerrado y Jardín Florido..



























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